E.FONOLLOSA
Los Miralles, una inverosímil familia valenciana, está convencida de que el manzano que crece en el patio de su alquería es de origen divino. De hecho, creen que ese manzano es el Árbol del Bien y del Mal, el mismo del que comieron Adán y Eva. Desde hace generaciones, la familia tiene una misión vital: vigilarlo noche y día para que nadie vuelva a probar el fruto prohibido. Partiendo de esta premisa tan increíble como verosímil, el vinarocense Kike Cherta, en una novela editada por la editorial Navona, indaga en las dudas e inseguridades inherentes a toda religión y a toda tradición, en las influencias y las dinámicas familiares, en la culpa asociada a las raíces. La novela sale a la venta el próximo 18 de septiembre y está prevista su próxima presentación en la Fundació Caixa Vinaròs.
Kike Cherta, nacido en Vinaròs el año 1982, es guionista y director creativo de publicidad. Ha ganado varios premios literarios, entre ellos el Premio de Narrativa Francisco Ayala, que le valió la publicación del libro de relatos La bofetada de Gilda. Junto a Víctor García Antón fundó la web “Cuentos como churros”, donde publicaron un cuento al día durante años. Los Miralles es su primera novela.
La editorial Navona nos ofrece un fragmento de “Los Miralles”:
El día que mi padre creyó ver al diablo yo no estaba en casa. De hecho, llevaba una eternidad sin saber de mi familia. Quince años sin traspasar el umbral de azulejos rotos de Villa Milagro. Lo hice a conciencia. Se me volvía el aire fango si alguna vez pensaba en regresar. Escribirles una carta o una postal habría sido como arrancarme un ojo. ¿Para qué andarme con rodeos? Mi casa nunca fue un hogar. Mi casa era un manicomio. Locos cuerdos. Locos que razonan, que dialogan, que rebaten, que convencen. No hay peores locos que los locos cuerdos. Y lo que es aún peor: la chifladura de mi familia se remontaba varias generaciones atrás. Mis padres, mis abuelos, mis bisabuelos, mis tatarabuelos, todos eligieron permanecer anclados a ese terruño frente al mar, decididos a no moverse jamás, a volverse estatuas de sal, fieles al propósito idiota de custodiar un manzano pocho. El destino de la familia Miralles es y siempre fue, hijo mío, atiende, toma nota, ¿a qué viene esa arruga en la frente?, hincha el pecho, siéntete orgulloso, el destino de la familia Miralles es y siempre fue ser perros guardianes. Yo me fui. Yo estuve en Barcelona, en Copenhague, en Adís Abeba, en Manaos, en Johannesburgo, en Luang Prabang, en Bucarest, en Yakarta, en Zacatecas, en Shanghái, en tantos sitios, en nunca suficientes sitios. Gasolineras en medio de ninguna parte creadas expresamente como refugio donde comprar cerveza. Lavarse las axilas y recortarse la barba a escondidas en un baño público. Pasear por una ciudad extraña, rodeado de gente extraña —extraño color de piel, extrañas ropas, extrañas costumbres— y ser consciente de que, en realidad, el extraño eres tú. Yo hice lo contrario de lo que mi familia esperaba de mí: no dejé de moverme jamás. Crucé de un país a otro país como si la vida me fuera en ello. Si por algún casual permanecía más de un par de meses en una misma ciudad, en un mismo villorrio de casitas de adobe, en un mismo chamizo perdido en el culo del mundo, me sentía enfermar. Las piernas me temblaban y, después de cada comida, vomitaba una bilis blanca y espesa como leche a medio cuajar. Las náuseas no cesaban hasta que, una vez más, agarraba la mochila y volvía a la carretera. Sin destino, sin hogar, sin amigos, sin un euro-dólar-peso-dirhamrupia-yuan en el bolsillo. Las pasé canutas. Esa es la verdad. A lo largo de estos años me vi obligado a hacer cosas de las que no me siento orgulloso.
Fotos Javier Moreno