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MANUEL MILIÁN Un día de 1982 en Washington DC asistí a un concierto, en el Kennedy Center, de Keith Jarrett, un fabuloso pianista de...

MANUEL MILIÁN

Un día de 1982 en Washington DC asistí a un concierto, en el Kennedy Center, de Keith Jarrett, un fabuloso pianista de jazz en el Sancta Sanctorum de la música clásica donde reinaba como director de la Orquesta Nacional Mstislav Rostropóvich. Aquella noche me asombró el joven Jarret aporreando sincopadamente la caja de su piano, o metiendo sus dedos en las cuerdas del instrumento en un intento de conversión en arpa genial. Aquella noche recordé a mi amigo del alma Carles Santos, mi admirado joven genio a sus 14 años interpretando Bach en el salón de actos del Seminario de Tortosa. Rememoré tantas veladas por las Ramblas de Barcelona, cada noche, durante un tiempo, gozando de la bohemia, o de las confidencias de una amiga joven, estudiante de la Universidad de Utrecht. Holandesa, llamada Jackie, que un día me regaló el famoso Catecismo holandés, sabedora de mis intereses religiosos ¡Qué vivencias con Carlos por las noches rambleras barcelonesas!

Aquel piano aporreado en Washington me redobló la nostalgia del amigo irrepetible, que también aporreaba sus pianos o desnudaba a una actriz sobre él, o los hundía en el mar, su otra pasión de pescador indómito, al extremo de no soportar en Berlín sus días huérfano de su barca, y regresar de la capital germana a Vinaròs para cargarla en un camión y botarla en las aguas de un canal berlinés, y poder así, soñar en su vocación de pescador. ¡Cuánta vida, Carles, se ha ido irremediablemente!

No tendría páginas en esta revista digital para recuperar tantísimos días y noches de experiencias compartidas. Te prometo un libro de homenaje post mortem, que sirva de referencia como el Réquiem de Verdi en el adiós a su amigo Alessandro Manzoni, o el de Dvorak a la muerte de su hija. Yo no sé componer un réquiem de adiós (aunque sí cantarlo bajo la dirección del maestro Mancisidor, de Vinaròs, o la genial batuta de nuestro profesor compartido, Monseñor García Julbe, (también de Vinaròs), pero sí volcar el alma y mis sentimientos y mis recuerdos en unas hojas, depositando en ellas mi emoción y mi soledad. Ya no compartiremos mesa en Vinaròs o en Benicarló. Ya no asistiré contigo al funeral de García Julbe (“Carlos, sube al órgano e interpreta un adiós dramático cuando salgan sus despojos de la iglesia” te solicité, y tú le despediste con una música minimalista, siempre a la contra, siempre provocador hasta tu muerte solitaria sin buscar el calor de los tuyos. Carlos Santos fue un genio de los pies a la cabeza. Sólo cabían locuras en su mente, pero fue un artista monumental y prematuro: en la adolescencia ya había terminado la carrera de piano en el Conservatorio del Liceu; en sus inicios de pubertad interpretaba a J.S. Bach con idéntica maestría que cuando estrenó en Peralada, y en el Teatre Lliure, su espléndida “La pantera imperial” sobre su adorado compositor.

O aquel Carlitos -como le llamábamos- que durante ocho horas al día sonaba su piano en la calle Socós, en Vinaròs, frente a la farmacia de su tío. O aquel chaval de algo más de 20 años que compuso el Himne a Sant Sebastià, de bellas polifonías, que yo estrené como voz de la Schola Cantorum de Tortosa. O aquella estancia en Suiza como protegido-becario del gran profesor Dattiner, que sólo acogía a jóvenes genios que convivían con él en su casa. O al Carlitos que debutó en el Palau de la Mùsica de Barcelona, con un concierto para piano y orquesta de Béla Bartók, que viví sentado en platea junto a sus padres…¡Cuánta agua, querido Carlos, ha circulado bajo el puente de nuestra perenne amistad! No me resigno a tu muerte, ni a tus abrazos perdidos, ni a tus bromas, ni a tus performances (como el día que me presentaste, yo conferenciante, en nuestro Vinaròs, simplemente gritando “¡Milián, Milianot, Milianet!”), siempre geniales. No me resigno a que te hayas ido por la puerta de atrás, sin ese funeral, adecuado a tus méritos, en la arciprestal de Vinaròs. En mí quedará tu imagen viva del amigo que nunca me falló, por encima de las ideas políticas. Yo te dedicaré un libro, pero tú me has dejado con tu piano roto.

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