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MANUEL MILIÁN Jeremíaco es el calificativo de una visión adversa, saturada de malos presagios y agorera. Fue el papel dramático que le correspondió al...

MANUEL MILIÁN

Jeremíaco es el calificativo de una visión adversa, saturada de malos presagios y agorera. Fue el papel dramático que le correspondió al profeta Jeremías en el Antiguo Testamento. Él, desde su don divino del preconocimiento, clamaba con su voz contra los males venideros; sus coetáneos desatendían sus presagios, aumentando su grado de desesperación. Otro tanto le ocurrió a Casandra ante la inminente destrucción de Troya. Se desesperaba ante las desgracias que se cernían sobre el horizonte trágico de su pueblo. Inútiles intentos; estériles sus lágrimas. Otra voz que clamaba en el desierto de los miles de sordos, al igual que el angustioso lamento del profeta Jeremías ¿Se da algún parangón entre nosotros, hoy, en esta patria de los infortunios y los nubarrones azabache?

Los avatares se aproximan con pasos sincopados, pero inexorablemente definitorios. Poco a poco se adivina el subconsciente castellanista de la tradicional visión de España, tras la unidad de los Reyes Católicos, que (ex pluribus unum) construyeron una unidad compuesta de partes diversas, con el eje político axial del Reino de Castilla y la Confederación catalano-aragonesa de los Reinos de Aragón. Unificación desde la diversidad, con culturas diferenciadas, tradiciones muy distintas, usos y costumbres –incluso jurídicas- de otra contextura y génesis. También otra lengua. De eso han transcurrido más de 500 años: ¿acaso tiempo suficiente para borrar el ADN de los orígenes? En absoluto. Cataluña sigue fiel a sus raíces. Baleares también. El País Valenciano oscila a medias, en una esquizofrenia de identidad, según su naturaleza originaria o su posición geográfica (si no tuviera dudas acerca de lo que es, jamás hubiese aceptado la imposición nominal de “Comunidad Valenciana” en su Estatuto).

Si la realidad histórica es esta, ¿a qué vienen esa hegemonía castellana y esa voluntad de dominio imperativo de la insensibilidad madrileña? Políticamente ese es el nexo del enorme problema territorial de la España de hoy, y, sin duda, de la España del futuro: No partimos de la unidad (ex pluribus) sino de la reunificación. Y lo que “reúne” no necesariamente pierde la personalidad, la identidad de origen, simplemente se rebaja.

Ni cinco siglos bastan para negar la identidad de origen, como demuestra el castellanismo de los usos políticos de un Estado, eminentemente castellano –como Tarradellas siempre subrayaba-, que no ha perdido continuidad en las élites del funcionariado, que son los que de verdad lo “controlan” por encima de las leyes y de los partidos, como lo prueban sus deficientes fórmulas de atajar los conflictos o los discursos: se olvida del dialogo entre las partes, y se aplica el ukase o el “ordeno y mando”, o el estricto dominio por la fuerza ¿Es eso gobernar con escrupulosidad respetuosa de la partida de nacimiento de cada una de las partes que componen el Todo?

Si a las élites del Funcionariado de corte madrileño/castellanista, se unen –como sucede ahora- los grandísimos intereses de la élite económico-financiera (el denominado “Palco del Bernabéu”) se llegará a la conclusión de que Cataluña es imprescindible para el sostenimiento de los negocios, para la sostenibilidad de la Hacienda Pública y el Presupuesto del Estado, y los intereses egoístas de ese mercado catalán del 20% del PIB sin el que, ni España, ni las conveniencias de ambas élites resultarían viables.

¿Es exagerado hablar de miopía colonial por parte de ciertas maneras de comportarse del Estado Español para con el conflicto catalán? Por mi parte jamás admitiré las formas con que se ha producido el “procés”, ni la trampa farisea de proclamar en sede parlamentaria la República Catalana, sin luego aplicar tal declaración logomágica al papel del DOGC. Ese ardid desmerece a quienes tratan de exhibir su osadía. Ahora bien, ni el Estado Español, ni los gobiernos de Madrid, ni la percepción de determinados políticos están a la altura de los acontecimientos. Aznar, Rajoy y Soraya Sáenz de Santamaría son los responsables del nacimiento, del desarrollo y del infortunio final del tratamiento político del asunto catalán.

Primero, el problema existía históricamente desde muy antiguo (Corpus de la Sang, 1714, Macià, octubre de 1934, etc.). Ramón Tamames señaló en uno de sus libros hasta once intentos secesionistas de Cataluña en los últimos siglos.

Segundo, la fórmula del arreglo no puede ser el castellanismo del dominio que se impone por principio, ni tampoco el “ordeno y mando”, ni menos el choque frontal y violento como sucedió en Filipinas y en Cuba en 1898.

Tercero, la tentación madrileña a la imposición taxativa permanece en el subconsciente de muchos políticos de la derecha y de buena parte de la izquierda española. Si existían dudas, llegó VOX para restituir la ortodoxia sempiterna. El factor judicial fue impuesto por la inhibición renuente de un Mariano Rajoy irresponsable, secundado por una Vicepresidenta, madrina de la Tecnoestructura del Estado (ese funcionariado semifeudal) que pretendían desviar hacia el trato técnico-judicial lo que era de por sí una cuestión esencialmente política. Y lo político no debe transferirse a los Tribunales, dado que esa cobarde decisión traslada al Estado lo que es sencillamente una problemática política.

Finalmente, el detonante del problema catalán (no la causa, entiéndase) fue el cambio de rumbo de José Mª Aznar, al ganar la primera mayoría absoluta del PP. En ese momento creció su castellanismo innato, y el arrebato le condujo a la ruptura del Pacte del Majéstic y a descabezar a quien durante años había labrado, en silencio y discreción, el puente de la concordia. (Baste leer los últimos capítulos de mi libro Els ponts trencats). Mi reflexión ante tantos errores del PP, y de Zapatero, desde 2000 hasta 2019, la inteligencia de Aznar le circunscribe de nuevo al palo y el discutido artículo 155, como acaba de proferir ante los empresarios del Puente Aéreo. Me cuesta entender su terquedad (“Sostenella y no enmendalla”), de ser cierta la frase que algunos de los comensales le atribuye (“O paramos el golpe ahora, o esto no se acabará nunca”) desde la experiencia pasada y vivida, temo de nuevo la ruptura de los puentes, y la “aplicación indefinida, larga y profunda” del 155. Al contrario de loa que hizo, tras els fets d’octubre de 1934, mi pariente Don Ignacio Villalonga. Malos presagios de Jeremías.

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