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MANUEL MILIÁN Un día un pastor morellano decidió bajar de las montañas y sacudirse el polvo del camino. Con un reguero de nostalgia en...

MANUEL MILIÁN

Un día un pastor morellano decidió bajar de las montañas y sacudirse el polvo del camino. Con un reguero de nostalgia en el zurrón, decidió buscar otros horizontes más benignos, menos adustos, menos oscos en medio de los bosques de encinas y pinares. Dirigió sus pasos hacia una nueva vida, aventurando su suerte a un sueño más allá del río Ebro; aquel Iberis flumen de sus antepasados iberos que habitaban unos montes de Levante donde crearon su establecimiento en un alto promontorio roqueño, al que denominaron Bisgargis. Eran bravos guerreros, cazadores empeñados, al extremo de que el poeta Festo Avieno los calificó de tan fieros como las fieras (“vices ad ferarum”). Aquel pastor morellano, con su esposa, vino a dar en una ciudad de creciente progreso en ese siglo XX de las máximas convulsiones bélicas y de las revoluciones tecnológicas. Ignoro si sabía leer, pero a fe que andaba sobrado de voluntad, y mudó los bancales empinados por el mullido asfalto. En Barcelona tuvo hijos, y éstos le dieron nietos. Sus duros esfuerzos, sus madrugadas por las breñas y los caminos pedregosos le otorgaron la fe de no regresar a sus predios, cualesquiera de fuese los contratiempos. Con sus escasos saberes y sus empíricos conocimientos, le extrajo a la vida todo aquello que su filosofía virgiliana le había mostrado contemplando el paso del Tiempo y las cosas de la Naturaleza. Nadie alcanza semejantes conocimientos de la vida natural cual los pastores, que para mí fueron siempre admirables filósofos de la Natura, poetas eximios que de Virgilio al pastorcillo de Orihuela, Miguel Hernández, no han tenido parangón. Decíame en cierta ocasión Rafael Alberti, en Roma, cuán bella era la ingenuidad del alma de Miguel Hernández a quien él había tratado.

Los pastores son siempre honestos y sinceros. Comen lo natural y se deleitan con la belleza del campo. Sueñan con las ovejas, a las que llaman por su nombre, y se dejan regir siempre por el “manso” que encabeza el aprisco y lo mueve al diktat del perro, su leal compañero de soledades que devoran los largos silencios, o mecen con el Céfiro el tintineo de las esquilas. Porque conocí, traté, amé a los pastores de mis abuelos en Forcall, puedo acreditar lo que digo de aquel pastor Adell que descendió de los prados dels Ports de Morella para ubicar sus conocimientos en la nada pastoril ciudad de Barcelona. Y aquí nació su hijo, y aquí amaneció un día su nieto Ramon, que ha dado lumbre al apellido del excelente pastor de ovejas que se deslumbró un día en los celajes policromos de los ocasos tan hermosos tras los montes de Palomita y Aragón.

De este nieto ilustre, doctor en Economía, catedrático de la Universidad de Barcelona, miembro de la Real Academia de Economía y Finanzas, expresidente temporal del Barcelona FC y vicepresidente del Sancta Sanctorum de la burguesía catalana, el Foment del Treball Nacional. La segunda generación del pastor morellano conquistó el Olimpo de los afortunados del universo catalán ¿Cabía esperar mejores frutos? La genética de los pastores no ceja de sorprendernos, como a Antonio Machado las yermas soledades de Soria. A mí, Ramon, el nieto, siempre me devolvió la fe en la condición humana: todo es según la voluntad de uno. Y para voluntad, la de los hombres que labraron los marjales de Morella, o pastaron sus rebaños entre roquedales y pinares, o pisaron tantas rastrojeras después de la siega de julio. Entre Trillos y “folias” de mi niñez, me pregunto ¿qué no nos dará este nieto del pastor de ovejas que ha desbordado los límites de las cercanías de sus predecesores?

A Ramon Adell lo mesuro capaz de todo, en ese capítulo de la existencia que se inicia con los 60 años, cuando la madurez ha albeado las sienes y el pensamiento se tamiza con lo empírico. Ramon es el testimonio de la permanencia, el mundo de la constancia, la piedra de toque del poder de la voluntad y del progreso. El viejo pastor morellano, si lo viera, no podría contener su orgullo, ni sus lágrimas. Así son los hombres de aquellas tierras tan duras allende los montes que acompañaron al Ebro en su postrer andar antes que la mar engulla sus aguas en el vientre del Mediterráneo.

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